En el evocativo mes de mayo que ya termina, acallada la lisonjería de la propaganda hueca y banal de la sociedad consumista que mercantiliza todo y a todos, en especial a la hipocresía del cumplido social del primer domingo, tomada la distancia "ex profeso" hasta el último día del mes, nada más importante que reflexionar sobre la génesis de todos nosotros, hijos de buena Madre, para congratularnos en el regazo del mes de mayo Marista, felicitarnos de la madres que tenemos o que hemos tenido, madres biológicas y postizas, nuestras "compañeritas" como diría el flaco Johnny, nuestras novias, nuestras hijas, sobrinas, nietecitas, a las mujeres que admiramos y acariciamos de diferente manera, por ser cada día más distantes biológicamente de nosotros, más hombres, razón por la que las queremos más y mejor, porque así nos hizo nuestro Creador.
Si de alguna manera quisiéramos abordar tema tan íntimo como es el amor a la madre, esta vez escojo, quién sabe sea uno de los aspectos más profundos, el de la separación que comenzamos a experimentar desde que nacemos hasta el final de esta vida, evocando a quien nos dio vida para comenzar otra. Entonces, no he encontrado termino más provocativo que el del inglés, práctico y directo, "motherless", ya que en nuestro castizo castellano su semejante equivalente ha sido desvirtuado por su uso mayormente mexicano del "desmadre", que debería significar solo falta de madre. A este respecto para mí resulta relevante la carta abierta de una hija de mucho talento, carácter y franqueza de nota, como es Claudia Cisneros Méndez, que en confesión sincera reproduzco como justo homenaje en recuerdo a la memoria de las madres idas.
“Ni almuerzo en su chifa preferido, ni regalo sorpresa, ni abrazo, nada. Solo vacío, silencio, recuerdos, aire, abrazos vacuos... Los catálogos de papel, los virtuales, todos me resultan insensibles: "Para mamá…", "Regálale lo mejor…", "Sorpréndela…", "Engríela…" me suenan a burla, a mofa, a sorna...
Este domingo tampoco iré al cementerio. No creo que haya nada ahí de mi madre. Sus restos ya no son suyos, son de la tierra, de los insectos. Tampoco quiero ver la celebración de otros, ni escuchar sus risas, ni ver sus flores de colores en ramilletes con lazos como si a alguien le importara, ni sus botellas plásticas con agua, o sus trapitos para limpiar lápidas.
No quiero escuchar lamentos, ver caras largas, chelas en ristre u oír declamaciones. Este domingo solo visitaré mis recuerdos, sus memorias, nuestros episodios íntimos, álgidos, dramáticos, felices, agradecidos. Y sobre todo repetiré su nombre todas las veces que me faltó hacerlo mientras estuvo acá. Y me sentiré henchida y privilegiada de que la vida la hubiera puesto en mi camino. O a mí en el suyo. De llevar su sangre, sus genes, su genio y figura, y de ser recipiente y transmisora de sus férreos principios e indoblegables valores.
Norma Aída Méndez Canales. La tercera de nueve hermanos. Huérfana de padre a los dieciséis. Trabajadora desde los diecisiete. Hizo carrera bancaria. Fue la última sindicalista activa. Respetada por el gremio tanto como por la más alta gerencia. Indomable, inconquistable, entregada, responsable, siempre valiente y segura, un huracán con ojos azules, ardientes, transparentes como ella, como su honestidad e integridad. Nadie creería que en esa mujer de mediana estatura, de curvas arrobantes y sonrisa sincera, se guardaba una mujer mayúscula y de presencia impregnada.
Esa era mi mamá. Esa es, Norma, la inmortal.”
Mary, Mamina y Gigi, en mi memoria inmortales.